domingo, 5 de septiembre de 2010

Yo lo ví en mi cabeza




Respiró profundamente, inundando sus pulmones con el olor de la tierra húmeda y el eucalipto, la niebla baja de la mañana se arremolinaba a su alrededor, agitada por una brisa suave y helada que le acariciaba los brazos y le erizaba la piel. Abrió los ojos y miró las formas luminosas entre las hojas de los arboles por donde se filtraba el sol, tratando de absorber con su mirada un poco de su calor; nada más que el susurro de las hojas interrumpía la calma del bosque. El escozor en sus rodillas le recordó lo larga que había sido la noche y, aun agotada y entumecida como se encontraba, sintió un escalofrío al mirar a su izquierda los reflejos destellantes que el lago proyectaba sobre la formación rocosa y la estrecha entrada a la caverna de la que acababa de escapar, colapsando en el suelo solo instantes después de lograrlo y a cuya sombra se debía la parcial oscuridad y el poco calor que podía arrancarle al sol, aun ahora, pasada una hora desde el amanecer. Después de que todo había terminado, la quietud de las aguas y el extraño silencio de los pájaros le hacían eco al vacío que comenzaba a formarse en su pecho; un día más, pensó, otra vez despertaba el mundo a la vida, dejando atrás sin clemencia a aquellos que, por cualquier serie de acontecimientos, se habían extinguido. Sus manos se agitaron inquietas. Por suerte, ella había salido victoriosa esta vez.